Como ya sabéis, tengo un problema para colgar páginas, cosas o lo que sea en el blog... así que como cuco que soy, okupo las páginas ajenas y me instalo en ellas. Quiero dos cosas: 1º Cagarme en el hijodelagranputa ese que asesinó a Carlos palomino. Vi las imágenes ayer y llevo dos días revuelto... Dos días enfermo. Dos días con odio en el alma. 2º Que lean lo siguiente que me ha llegado a mi correo: "Disculpen la molestia Por Eduardo Galeano. Página 12. 8 de Mayo 2009 Quiero compartir algunas preguntas, moscas que me zumban en la cabeza. ¿Es justa la justicia?¿Está parada sobre sus pies la justicia del mundo al revés? El zapatista de Irak, el que arrojó los zapatazos contra Bush, fue condenado a tres años de cárcel. ¿No merecía, más bien, una condecoración?
¿Quién es el terrorista? ¿El zapatista o el zapateado? ¿No es culpable de terrorismo el serial killer que mintiendo inventó la guerra de Irak, asesinó a un gentío y legalizó la tortura y mandó aplicarla?
¿Son culpables los pobladores de Atenco, en México, o los indígenas mapuches de Chile, o los kekchíes de Guatemala, o los campesinos sin tierra de Brasil, acusados todos de terrorismo por defender su derecho a la tierra? Si sagrada es la tierra, aunque la ley no lo diga, ¿no son sagrados, también, quienes la defienden?
Según la revista Foreign Policy, Somalia es el lugar más peligroso de todos. Pero, ¿quiénes son los piratas? ¿Los muertos de hambre que asaltan barcos o los especuladores de Wall Street, que llevan años asaltando el mundo y ahora reciben multimillonarias recompensas por sus afanes?
¿Por qué el mundo premia a quienes lo desvalijan?
¿Por qué la justicia es ciega de un solo ojo? Wal Mart, la empresa más poderosa de todas, prohíbe los sindicatos. McDonald’s, también. ¿Por qué estas empresas violan, con delincuente impunidad, la ley internacional? ¿Será porque en el mundo de nuestro tiempo el trabajo vale menos que la basura y menos todavía valen los derechos de los trabajadores?
¿Quiénes son los justos y quiénes los injustos? Si la justicia internacional de veras existe, ¿por qué nunca juzga a los poderosos? No van presos los autores de las más feroces carnicerías. ¿Será porque son ellos quienes tienen las llaves de las cárceles?
¿Por qué son intocables las cinco potencias que tienen derecho de veto en las Naciones Unidas? ¿Ese derecho tiene origen divino? ¿Velan por la paz los que hacen el negocio de la guerra? ¿Es justo que la paz mundial esté a cargo de las cinco potencias que son las principales productoras de armas? Sin despreciar a los narcotraficantes, ¿no es éste también un caso de “crimen organizado”?
Pero no demandan castigo contra los amos del mundo los clamores de quienes exigen, en todas partes, la pena de muerte. Faltaba más. Los clamores claman contra los asesinos que usan navajas, no contra los que usan misiles.
Y uno se pregunta: ya que esos justicieros están tan locos de ganas de matar, ¿por qué no exigen la pena de muerte contra la injusticia social? ¿Es justo un mundo que cada minuto destina tres millones de dólares a los gastos militares, mientras cada minuto mueren quince niños por hambre o enfermedad curable? ¿Contra quién se arma, hasta los dientes, la llamada comunidad internacional? ¿Contra la pobreza o contra los pobres?
¿Por qué los fervorosos de la pena capital no exigen la pena de muerte contra los valores de la sociedad de consumo, que cotidianamente atentan contra la seguridad pública? ¿O acaso no invita al crimen el bombardeo de la publicidad que aturde a millones y millones de jóvenes desempleados, o mal pagados, repitiéndoles noche y día que ser es tener, tener un automóvil, tener zapatos de marca, tener, tener, y quien no tiene, no es?
¿Y por qué no se implanta la pena de muerte contra la muerte? El mundo está organizado al servicio de la muerte. ¿O no fabrica muerte la industria militar, que devora la mayor parte de nuestros recursos y buena parte de nuestras energías? Los amos del mundo sólo condenan la violencia cuando la ejercen otros. Y este monopolio de la violencia se traduce en un hecho inexplicable para los extraterrestres, y también insoportable para los terrestres que todavía queremos, contra toda evidencia, sobrevivir: los humanos somos los únicos animales especializados en el exterminio mutuo, y hemos desarrollado una tecnología de la destrucción que está aniquilando, de paso, al planeta y a todos sus habitantes.
Esa tecnología se alimenta del miedo. Es el miedo quien fabrica los enemigos que justifican el derroche militar y policial. Y en tren de implantar la pena de muerte, ¿qué tal si condenamos a muerte al miedo? ¿No sería sano acabar con esta dictadura universal de los asustadores profesionales? Los sembradores de pánicos nos condenan a la soledad, nos prohíben la solidaridad: sálvese quien pueda, aplastaos los unos a los otros, el prójimo es siempre un peligro que acecha, ojo, mucho cuidado, éste te robará, aquél te violará, ese cochecito de bebé esconde una bomba musulmana y si esa mujer te mira, esa vecina de aspecto inocente, es seguro que te contagia la peste porcina.
En el mundo al revés, dan miedo hasta los más elementales actos de justicia y sentido común. Cuando el presidente Evo Morales inició la refundación de Bolivia, para que este país de mayoría indígena dejara de tener vergüenza de mirarse al espejo, provocó pánico. Este desafío era catastrófico desde el punto de vista del orden racista tradicional, que decía ser el único orden posible: Evo era, traía el caos y la violencia, y por su culpa la unidad nacional iba a estallar, rota en pedazos. Y cuando el presidente ecuatoriano Correa anunció que se negaba a pagar las deudas no legítimas, la noticia produjo terror en el mundo financiero y el Ecuador fue amenazado con terribles castigos, por estar dando tan mal ejemplo. Si las dictaduras militares y los políticos ladrones han sido siempre mimados por la banca internacional, ¿no nos hemos acostumbrado ya a aceptar como fatalidad del destino que el pueblo pague el garrote que lo golpea y la codicia que lo saquea?
Pero, ¿será que han sido divorciados para siempre jamás el sentido común y la justicia?
¿No nacieron para caminar juntos, bien pegaditos, el sentido común y la justicia?
¿No es de sentido común, y también de justicia, ese lema de las feministas que dicen que si nosotros, los machos, quedáramos embarazados, el aborto sería libre? ¿Por qué no se legaliza el derecho al aborto? ¿Será porque entonces dejaría de ser el privilegio de las mujeres que pueden pagarlo y de los médicos que pueden cobrarlo?
Lo mismo ocurre con otro escandaloso caso de negación de la justicia y el sentido común: ¿por qué no se legaliza la droga? ¿Acaso no es, como el aborto, un tema de salud pública? Y el país que más drogadictos contiene, ¿qué autoridad moral tiene para condenar a quienes abastecen su demanda? ¿Y por qué los grandes medios de comunicación, tan consagrados a la guerra contra el flagelo de la droga, jamás dicen que proviene de Afganistán casi toda la heroína que se consume en el mundo? ¿Quién manda en Afganistán? ¿No es ese un país militarmente ocupado por el mesiánico país que se atribuye la misión de salvarnos a todos?
¿Por qué no se legalizan las drogas de una buena vez? ¿No será porque brindan el mejor pretexto para las invasiones militares, además de brindar las más jugosas ganancias a los grandes bancos que en las noches trabajan como lavanderías?
Ahora el mundo está triste porque se venden menos autos. Una de las consecuencias de la crisis mundial es la caída de la próspera industria del automóvil. Si tuviéramos algún resto de sentido común, y alguito de sentido de la justicia ¿no tendríamos que celebrar esa buena noticia? ¿O acaso la disminución de los automóviles no es una buena noticia, desde el punto de vista de la naturaleza, que estará un poquito menos envenenada, y de los peatones, que morirán un poquito menos?
Según Lewis Carroll, la Reina explicó a Alicia cómo funciona la justicia en el país de las maravillas:
–Ahí lo tienes –dijo la Reina–. Está encerrado en la cárcel, cumpliendo su condena; pero el juicio no empezará hasta el próximo miércoles. Y por supuesto, el crimen será cometido al final.
En El Salvador, el arzobispo Oscar Arnulfo Romero comprobó que la justicia, como la serpiente, sólo muerde a los descalzos. El murió a balazos, por denunciar que en su país los descalzos nacían de antemano condenados, por delito de nacimiento.
El resultado de las recientes elecciones en El Salvador, ¿no es de alguna manera un homenaje? ¿Un homenaje al arzobispo Romero y a los miles que como él murieron luchando por una justicia justa en el reino de la injusticia?
A veces terminan mal las historias de la Historia; pero ella, la Historia, no termina. Cuando dice adiós, dice hasta luego."
Como ya sabéis, tengo un problema para colgar páginas, cosas o lo que sea en el blog... así que como cuco que soy, okupo las páginas ajenas y me instalo en ellas.
ResponderEliminarQuiero dos cosas:
1º Cagarme en el hijodelagranputa ese que asesinó a Carlos palomino. Vi las imágenes ayer y llevo dos días revuelto... Dos días enfermo. Dos días con odio en el alma.
2º Que lean lo siguiente que me ha llegado a mi correo:
"Disculpen la molestia
Por Eduardo Galeano.
Página 12. 8 de Mayo 2009
Quiero compartir algunas preguntas, moscas que me zumban en la cabeza. ¿Es
justa la justicia?¿Está parada sobre sus pies la justicia del mundo al
revés? El
zapatista de Irak, el que arrojó los zapatazos contra Bush, fue
condenado a tres años de cárcel. ¿No merecía, más bien, una
condecoración?
¿Quién
es el terrorista? ¿El zapatista o el zapateado? ¿No es culpable de
terrorismo el serial killer que mintiendo inventó la guerra de Irak,
asesinó a un gentío y legalizó la tortura y mandó aplicarla?
¿Son
culpables los pobladores de Atenco, en México, o los indígenas mapuches
de Chile, o los kekchíes de Guatemala, o los campesinos sin tierra de
Brasil, acusados todos de terrorismo por defender su derecho a la
tierra? Si sagrada es la tierra, aunque la ley no lo diga, ¿no son
sagrados, también, quienes la defienden?
Según
la revista Foreign Policy, Somalia es el lugar más peligroso de todos.
Pero, ¿quiénes son los piratas? ¿Los muertos de hambre que asaltan
barcos o los especuladores de Wall Street, que llevan años asaltando el
mundo y ahora reciben multimillonarias recompensas por sus afanes?
¿Por qué el mundo premia a quienes lo desvalijan?
¿Por
qué la justicia es ciega de un solo ojo? Wal Mart, la empresa más
poderosa de todas, prohíbe los sindicatos. McDonald’s, también. ¿Por
qué estas empresas violan, con delincuente impunidad, la ley
internacional? ¿Será porque en el mundo de nuestro tiempo el trabajo
vale menos que la basura y menos todavía valen los derechos de los
trabajadores?
¿Quiénes
son los justos y quiénes los injustos? Si la justicia internacional de
veras existe, ¿por qué nunca juzga a los poderosos? No van presos los
autores de las más feroces carnicerías. ¿Será porque son ellos quienes
tienen las llaves de las cárceles?
¿Por
qué son intocables las cinco potencias que tienen derecho de veto en
las Naciones Unidas? ¿Ese derecho tiene origen divino? ¿Velan por la
paz los que hacen el negocio de la guerra? ¿Es justo que la paz mundial
esté a cargo de las cinco potencias que son las principales productoras
de armas? Sin despreciar a los narcotraficantes, ¿no es éste también un
caso de “crimen organizado”?
Pero
no demandan castigo contra los amos del mundo los clamores de quienes
exigen, en todas partes, la pena de muerte. Faltaba más. Los clamores
claman contra los asesinos que usan navajas, no contra los que usan
misiles.
Y
uno se pregunta: ya que esos justicieros están tan locos de ganas de
matar, ¿por qué no exigen la pena de muerte contra la injusticia
social? ¿Es justo un mundo que cada minuto destina tres millones de
dólares a los gastos militares, mientras cada minuto mueren quince
niños por hambre o enfermedad curable? ¿Contra quién se arma, hasta los
dientes, la llamada comunidad internacional? ¿Contra la pobreza o
contra los pobres?
¿Por
qué los fervorosos de la pena capital no exigen la pena de muerte
contra los valores de la sociedad de consumo, que cotidianamente
atentan contra la seguridad pública? ¿O acaso no invita al crimen el
bombardeo de la publicidad que aturde a millones y millones de jóvenes
desempleados, o mal pagados, repitiéndoles noche y día que ser es
tener, tener un automóvil, tener zapatos de marca, tener, tener, y
quien no tiene, no es?
¿Y
por qué no se implanta la pena de muerte contra la muerte? El mundo
está organizado al servicio de la muerte. ¿O no fabrica muerte la
industria militar, que devora la mayor parte de nuestros recursos y
buena parte de nuestras energías? Los amos del mundo sólo condenan la
violencia cuando la ejercen otros. Y este monopolio de la violencia se
traduce en un hecho inexplicable para los extraterrestres, y también
insoportable para los terrestres que todavía queremos, contra toda
evidencia, sobrevivir: los humanos somos los únicos animales
especializados en el exterminio mutuo, y hemos desarrollado una
tecnología de la destrucción que está aniquilando, de paso, al planeta
y a todos sus habitantes.
Esa
tecnología se alimenta del miedo. Es el miedo quien fabrica los
enemigos que justifican el derroche militar y policial. Y en tren de
implantar la pena de muerte, ¿qué tal si condenamos a muerte al miedo?
¿No sería sano acabar con esta dictadura universal de los asustadores
profesionales? Los sembradores de pánicos nos condenan a la soledad,
nos prohíben la solidaridad: sálvese quien pueda, aplastaos los unos a
los otros, el prójimo es siempre un peligro que acecha, ojo, mucho
cuidado, éste te robará, aquél te violará, ese cochecito de bebé
esconde una bomba musulmana y si esa mujer te mira, esa vecina de
aspecto inocente, es seguro que te contagia la peste porcina.
En
el mundo al revés, dan miedo hasta los más elementales actos de
justicia y sentido común. Cuando el presidente Evo Morales inició la
refundación de Bolivia, para que este país de mayoría indígena dejara
de tener vergüenza de mirarse al espejo, provocó pánico. Este desafío
era catastrófico desde el punto de vista del orden racista tradicional,
que decía ser el único orden posible: Evo era, traía el caos y la
violencia, y por su culpa la unidad nacional iba a estallar, rota en
pedazos. Y cuando el presidente ecuatoriano Correa anunció que se
negaba a pagar las deudas no legítimas, la noticia produjo terror en el
mundo financiero y el Ecuador fue amenazado con terribles castigos, por
estar dando tan mal ejemplo. Si las dictaduras militares y los
políticos ladrones han sido siempre mimados por la banca internacional,
¿no nos hemos acostumbrado ya a aceptar como fatalidad del destino que
el pueblo pague el garrote que lo golpea y la codicia que lo saquea?
Pero, ¿será que han sido divorciados para siempre jamás el sentido común y
la justicia?
¿No nacieron para caminar juntos, bien pegaditos, el sentido común y la
justicia?
¿No
es de sentido común, y también de justicia, ese lema de las feministas
que dicen que si nosotros, los machos, quedáramos embarazados, el
aborto sería libre? ¿Por qué no se legaliza el derecho al aborto? ¿Será
porque entonces dejaría de ser el privilegio de las mujeres que pueden
pagarlo y de los médicos que pueden cobrarlo?
Lo
mismo ocurre con otro escandaloso caso de negación de la justicia y el
sentido común: ¿por qué no se legaliza la droga? ¿Acaso no es, como el
aborto, un tema de salud pública? Y el país que más drogadictos
contiene, ¿qué autoridad moral tiene para condenar a quienes abastecen
su demanda? ¿Y por qué los grandes medios de comunicación, tan
consagrados a la guerra contra el flagelo de la droga, jamás dicen que
proviene de Afganistán casi toda la heroína que se consume en el mundo?
¿Quién manda en Afganistán? ¿No es ese un país militarmente ocupado por
el mesiánico país que se atribuye la misión de salvarnos a todos?
¿Por
qué no se legalizan las drogas de una buena vez? ¿No será porque
brindan el mejor pretexto para las invasiones militares, además de
brindar las más jugosas ganancias a los grandes bancos que en las
noches trabajan como lavanderías?
Ahora
el mundo está triste porque se venden menos autos. Una de las
consecuencias de la crisis mundial es la caída de la próspera industria
del automóvil. Si tuviéramos algún resto de sentido común, y alguito de
sentido de la justicia ¿no tendríamos que celebrar esa buena noticia?
¿O acaso la disminución de los automóviles no es una buena noticia,
desde el punto de vista de la naturaleza, que estará un poquito menos
envenenada, y de los peatones, que morirán un poquito menos?
Según Lewis Carroll, la Reina explicó a Alicia cómo funciona la justicia
en el país de las maravillas:
–Ahí
lo tienes –dijo la Reina–. Está encerrado en la cárcel, cumpliendo su
condena; pero el juicio no empezará hasta el próximo miércoles. Y por
supuesto, el crimen será cometido al final.
En
El Salvador, el arzobispo Oscar Arnulfo Romero comprobó que la
justicia, como la serpiente, sólo muerde a los descalzos. El murió a
balazos, por denunciar que en su país los descalzos nacían de antemano
condenados, por delito de nacimiento.
El
resultado de las recientes elecciones en El Salvador, ¿no es de alguna
manera un homenaje? ¿Un homenaje al arzobispo Romero y a los miles que
como él murieron luchando por una justicia justa en el reino de la
injusticia?
A veces terminan mal las historias de la Historia; pero ella, la Historia,
no termina. Cuando dice adiós, dice hasta luego."
Salud, compadres.